dijous, 24 de desembre del 2009

58. Espanyols contra els toros: Jovellanos

El discurs del diputat David Pérez (PSOE) per oposar-se a debatre l’ILP sobre l’abolició de les curses de braus sembla un exemple de com pot ser de demagog un sàdic. Pérez va defensar el toreig amb mort cruel dient que era una tradició catalana. Amagava així la seva espanyolitat. El PSOE pretenia fer veure que els que s’hi oposaven als toros ho feien només per un catalanisme exacerbat. Amagava també l’oposició als toros dins la pròpia Espanya.
Un exemple és un dels més grans il.lustrats peninsulars,  l'asturià G. M. Jovellanos. Aquest erudit progressista va liderar l’oposició a les curses de braus amb un argument irrefutable: era un retràs per a un país ja de per si prou retardat en tots els sentits. Pérez i el PSOE/PP no defensen els toros perquè els hi agradin, ni per la seva dubtosa catalanitat; les defensen perquè així creuen preservar l’espanyolitat de Catalunya. La resta, en el fons, no els hi importa. Però hi ha una espanyolitat que no és sàdica. Un exemple és el següent text de Jovellanos, "Toros":


Así corrió la suerte de este espectáculo, más o menos asistido o celebrado según su aparato, y también según el gusto y genio de las provincias que le adoptaron, sin que los mayores aplausos bastasen a librarle de alguna censura eclesiástica, y menos de aquella con que la razón y la humanidad se reunieron para condenarle. Pero el clamor de sus censores, lejos de templar, irritó la afición de sus apasionados, y parecía empeñarlos más y más en sostenerle, cuando el celo ilustrado del piadoso Carlos III lo proscribió generalmente, con tanto consuelo de los buenos espíritus como sentimiento de los que juzgan las cosas por meras apariencias.

Es por cierto muy digno de admiración que este punto se haya presentado a la discusión como un problema difícil de resolver. La lucha de toros no ha sido jamás una diversión, ni cotidiana, ni muy frecuentada, ni de todos los pueblos de España, ni generalmente buscada y aplaudida. En muchas provincias no se conoció jamás; en otras se circunscribió a las capitales, y dondequiera que fueron celebrados lo fue solamente a largos periodos y concurriendo a verla el pueblo de las capitales y tal cual aldea circunvecina. Se puede, por tanto, calcular que de todo el pueblo de España, apenas la centésima parte habrá visto alguna vez este espectáculo. ¿Cómo, pues, se ha pretendido darle el título de diversión nacional?
Pero si tal quiere llamarse porque se conoce entre nosotros desde muy antiguo, porque siempre se ha concurrido a ella y celebrado con grande aplauso, porque ya no se conserva en otro país alguno de la culta Europa, ¿quién podrá negar esta gloria a los españoles que la apetezcan? Sin embargo, creer que el arrojo y destreza de una docena de hombres, criados desde su niñez en este oficio, familiarizados con sus riesgos y que al cabo perecen o salen estropeados de él, se puede presentar a la misma Europa como un argumento de valor y bizarría española, es un absurdo. Y sostener que en la proscripción de estas fiestas, que por otra parte puede producir grandes bienes políticos, hay el riesgo de que la nación sufra alguna pérdida real, ni en el orden moral ni en el civil, es ciertamente una ilusión, un delirio de la preocupación. Es, pues, claro que el Gobierno ha prohibido justamente este espectáculo y que cuando acabe de perfeccionar tan saludable designio, aboliendo las excepciones que aún se toleran, será muy acreedor a la estimación y a los elogios de los buenos y sensatos patricios.

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